Pocas dudas pueden caber sobre la importancia del debate sobre la desigualdad: es muy difícil encontrar a alguien de izquierda que no esté deseando entrar en él mientras que, a los que son de derechas, rara vez les gusta debatir sobre el mismo. Y es comprensible que sea así, pues este tema es de esos que sirven tanto para hacer populismo por parte de unos como para enmascarar que, a otros, poco les importa que el destino de los más necesitados sea lúgubre.
Sin embargo, y vaya la conclusión por delante del desarrollo argumentativo, ambos mienten. Ni a la izquierda le importa la desigualdad en realidad, ni a la derecha le preocupan los pobres. Ambos agotan toda su retórica en el discurso sin ofrecer salidas razonables - ni diagnósticos- al supuesto problema.
Y es que lo primero que habría que preguntarse es de qué hablamos cuando mencionamos la desigualdad, ¿acaso nuestra individualidad no nos hace ya desiguales por naturaleza?
UN DEBATE EN MANOS DE PSEUDOINTELECTUALES.
Uno de los grandes males que acompaña a los debates políticos de habla hispana es la inevitable carga ideológica que los acompaña: rara vez aporta alguien evidencia experimental de por qué suceden las cosas, y prefieren quedarse en un mero análisis de correlaciones.
Sin embargo, y esto es muy importante subrayarlo, las correlaciones no son causas. Una correlación mide la regularidad con la que dos fenómenos o más suceden manteniendo algún tipo de nexo en común. Por ejemplo, y en el tema que nos interesa , existe una correlación positiva entre baja pobreza y democracia. Es decir, en las democracias suele haber menos pobreza que en otros regímenes políticos.
¿Quiere esto decir que la solución a la pobreza es la democracia? A esta pregunta no se la puede responder sin conocer la respuesta a otra: si las democracias albergan en su seno algún tipo de herramienta para luchar contra la pobreza -el "dejar hacer" o laissez faire es, también, una herramienta en este sentido- , pues solo podemos hablar de causa si tenemos evidencia de los mecanismos que nos llevan a ver la secuencia completa en la práctica, es decir, solo podemos hablar de causa si conocemos el contexto y las variables que han operado dentro del mismo.
Aclarado que no tenemos la intención de reducir nuestra exposición a los típicos clichés de "a menos desigualdad, menos pobreza" o "la libertad económica nos lleva siempre a la riqueza" -cosas, ambas, con una cantidad ingente de excepciones que demuestran no tener una causa necesaria en común, tan solo una relación estadística- , debemos aclarar algo antes de continuar, y son los términos justos del debate pues, si bien la desigualdad puede ser deseable en ciertos ámbitos, llevará a un desastre casi sin excepciones en otros. Por lo tanto, hablamos de la desigualdad económica, de estatus y de poder político.
Max Weber -un intelectual inmensamente superior a casi todos los que han existido después de él y cuyo buen nombre ha sido manchado, al pervertir sus palabras, por influencers como Axel Kaiser, que ha dado sobradas muestras de hablar solo de oídas de lo que Weber escribió- sostuvo que el peligro de lograr altas posiciones en cualquiera de las tres esferas (económicas, de estatus y de poder político) suele llevar aparejada un aumento sustantivo en las otras dos, de modo tal que alguien extremadamente rico tratará de influir en la política, cosa que es muy negativa por mostrar que ambas esferas pueden llegar a confluir.
De hecho, este es el fenómeno del que se suelen quejar tanto los marxistas -al citar el efecto que tiene la desigualdad de clase sobre la superestructura- como los libertarios al hablar de los "empresaurios": una especie de mezcla entre empresario y dinosaurio que trata de cooptar al poder político gracias a su capacidad económica. Y tienen toda la razón en apuntar esto. En efecto, Weber ya escribió que esa sería la tendencia -llegan más de 100 años tarde a entender algo a Weber-.
Sin embargo, tendencia no es regla, y es que si hay algo que las variaciones de las listas Forbes sobre los más ricos del mundo nos muestran es que el poder económico y su influencia sobre el político son incapaces de impedir que el avance se los lleve por delante y los arroje de sus posiciones de preeminencia. Pero esto sucede, especialmente, en aquellos países que disponen de mecanismos de rendición de cuentas que impiden que la cooptación que hacen los ricos del poder político llegue a ser total.
Tomemos para ilustrarlo dos ejemplos polares: USA y Rusia. En USA, al tener una democracia muy consolidada y un sistema de rendición de cuentas (accountability) imperfecto pero eficaz, los políticos no pueden plegarse por completo a los intereses de las grandes fortunas sin correr el riesgo de ser duramente castigados por la opinión pública, de ahí que la influencia de una esfera sobre otra se atenúe, y mucho, en las auténticas democracias. Pero en Rusia ocurre justo lo opuesto: pese a la censura que, de facto, sufre su prensa, sabemos que muchos de los hombres más ricos de Rusia han llegado a tal posición gracias a los contratos a dedo que Putin les ha conferido, de modo tal que la falta de los mecanismos de rendición de cuentas han llevado a fusionar en buena medida los intereses políticos con los económicos.
Por lo tanto, y como primera conclusión, podemos afirmar que las tendencias de influencia entre esferas existen y son bidireccionales (la economía trata de influir sobre el poder político, que a su vez influye sobre la economía. Y lo mismo pasa con la esfera del estatus, a la que hemos dejado de lado por motivos de espacio, pero cuya relevancia es indiscutible) , lo que nos avisa del peligro de permitir que ambas se relacionen sin tener mecanismos institucionales que permitan atenuar o romper de algún modo dicha relación. Es decir, el escenario más absurdo imaginable es el de reconocer esa influencia y pedir al mismo tiempo que no exista un control sobre ambas. Y esa es, justamente, la tesis que mantienen libertarios como Gloria Álvarez, Axel Kaiser o Huerta de Soto.
Si bien las desigualdades dentro del poder político existen, por lo general, como respuesta a las exigencias de su sistema político y la necesidad de responder al dilema del agente/principal - o, aún mejor, en una jerga no economicista, de la diferencia entre gobernantes y gobernados- es la rendición de cuentas la que sujeta a los gobernantes, como si fuera un cepo, a la voluntad general. Por lo tanto, cabe sentenciar que altas tasas de desigualdad política son nefastas por lo general, pero inevitables. Sin embargo, dicha desigualdad se limita mucho cuando los políticos se ven controlados fuertemente por la población. O dicho de otro modo, la desigualdad de poder político atenuada por la rendición de cuentas arroja los mejores resultados posibles y justifica su existencia.
Los casos más conocidos de accountability institucional y de costumbre- es decir, de la existencia de una población que controla eficazmente a sus políticos- son los que vemos en los países nórdicos y Suiza, seguido muy de cerca por los Estados Unidos de América.
No obstante, cuando se habla de "desigualdad" en el debate común se suelen referir a desigualdad económica. Y sería un grosero error creer que entre dos juegos con reglas y contextos diferentes -el político y el económico- funcionan igualmente las mismas herramientas. No lo hacen.
Al hablar de desigualdad económica se suelen distinguir dos aspectos: la desigualdad de renta y de riqueza. La renta es una variable de flujo, es decir, nos habla del dinero -o los bienes o servicio en especie- que recibimos por nuestro trabajo, los inmuebles que tenemos alquilados o cualquier otra fuente cuya naturaleza se acaba en el acto. La riqueza, por contra, es una variable de stock, pues se refiere a niveles más o menos estáticos de bienes que tienden a estar en nuestro poder -o su equivalente- en el largo plazo. Son muestra de ello los inmuebles, los vehículos automóviles, las obras de arte, el principal de un fondo de inversión, etc.
Por lo tanto, si seguimos las reglas del debate vulgar corremos el riesgo de meter en una misma categoría a la persona que tiene una vivienda en propiedad con un valor estimado muy alto que no consigue vender y no tiene ninguna fuente de renta -y que podría pasar por algunas penurias económicas hasta que logre vender ese inmueble- con un trabajador que no posee ninguna riqueza pero tiene un salario alto. Si consideramos que solo importa la desigualdad de renta, nuestro primer sujeto estaría penalizado por la desigualdad y en el segundo también estaría penalizado, pero en su caso en lo que a riqueza se refiere.
Por fortuna, el comportamiento humano suele razonablemente predecible en este aspecto y quien obtiene rentas suele emplearlas en transformarlas en fuentes de riqueza, especialmente en inmuebles, y viceversa: cuando escasean las fuentes de rentas se convierten en líquidas las de riqueza. Esto ha permitido aceptar como convención que al hablar de desigualdad nos ceñimos a las rentas.
¿Pero es, realmente, malo tener altas desigualdades de renta o riqueza? En principio, y gracias a la evidencia que países extremadamente desiguales en riqueza como Dinamarca nos muestran, es posible casar desigualdad con paz social sin que podamos considerar que esto es necesariamente injusto. Injusto sería solo si la obtención de dicha riqueza tuviera un origen dudoso o si se hiciera uso de la misma para fines poco lícitos -como pasaría si se utilizara para crear redes clientelares-. Pero mientras no sea así, ¿qué hay de malo?
DESIGUALDAD EN DIFERENTES CONTEXTOS.
Algo que he podido comprobar en todos mis años como politólogo es que la desigualdad es vista con repugnancia, incluso para los liberales más radicales -en puridad, no creo que los libertarios sean liberales. Pese a los esfuerzos que han empleado ellos en sostener que sí son liberales, el origen del término y su contexto están muy alejados de la Ilustración escocesa, que es donde se toma el legado de Locke y se lleva a su máxima expresión. Por ende, entiendo que es muy sano diferenciar a los liberales como a aquellos que han continuado la tradición moderada escocesa de la francesa, patria de los libertarios, que incluye los comportamientos exaltados y más irracionales- en dos casos particulares: cuando la desigualdad es terriblemente acusada y los que están en peor condición viven en condiciones miserables y cuando el origen de la misma es ilícito.
Dejando de lado el segundo caso, podemos entender por qué los partidos liberales y conservadores en los países avanzados suelen aceptar un cierto nivel de redistribución de rentas: como dijo Platón, la ética es un lujo que solo pueden permitirse aquellos que disfrutan de una buena vida, y los más pudientes entienden que en ese escenario de abundancia nos podemos permitir actuar con ética.
La ética en este escenario - en uno en el que la renta se distribuye en base a las aportaciones que uno hace al mercado al ofrecer su trabajo o iniciativa empresarial- dicta que se ayude a los necesitados no con la intención de subvencionar a los pobres, sino el de darles una nueva oportunidad de reincorporarse al mercado laboral y ganarse la vida sin necesidad de vivir eternamente de la generosidad ajena. Es, por lo tanto, una ayuda condicional muy alejada de la justificación vaga que sostiene la izquierda del mismo fenómeno.
La ética liberal de la ayuda al pobre no se corresponde con la de la izquierda en países ricos: mientras los liberales pretenden que los pobres se reincorporen a la sociedad y aporten lo mejor de sí mismos, la izquierda entiende que toda renta elevada es ilícita y encuentra su base en la explotación de las clases más bajas. Por eso sostienen que altas tasas de desigualdad son inmorales, pues muestran la explotación que los de las rentas altas han ejecutado sobre ellos.
Muchas veces esto no se dice de forma abierta, pues los partidos socialdemócratas han intentado maquillar en la medida de lo posible la parte del relato marxista sobre la desigualdad que aún subyace a su discurso. Pero el mismo hace su aparición cuando tratamos de justificar por qué debemos redistribuir la renta. Y es aquí donde, intentando encubrir su verdadero discurso, se usan correlaciones sobre el grado de desigualdad de los países y el bienestar y prosperidad de los mismos.
Un análisis de la correlación de igualdad de renta y prosperidad muestra una convergencia fuerte entre ambas. Países como Suecia, Noruega, Suiza, Alemania o Canadá muestran altos niveles de igualdad y prosperidad. Sin embargo, existen otros casos que tomados observando de forma singular la desigualdad de ingresos por el índice de Gini nos muestran que la igualdad no es una condición necesaria ni suficiente para un alto bienestar, como pueden ser el caso de Irak (0,295) o Pakistán (0,307).
Y para terminar de ayudarnos a cuestionar una teoría lineal que sostenga la efímera idea de que la igualdad nos lleva a más prosperidad, tenemos a los dos países con mayor PIB (USA y China) con altas tasas de desigualdad según este índice.
https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Pa%C3%ADses_por_igualdad_de_ingreso
Lo que estos datos aparentemente contradictorios nos revelan es que la correlación no puede explicar el fenómeno en sí de aquello que todos queremos ver: altas rentas y muy baja pobreza.
Y es aquí donde podemos, al fin, enfrentar el verdadero problema: ¿cómo podemos dar el salto de sociedades pobres a ricas en las que nos aseguremos bajas tasas de pobreza?
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