Ahora que ya hemos descrito con cierto lujo de detalles tanto la evidencia científica como la mejor teoría de la justicia que nos ofrece la filosofía política, ha llegado el momento de dar un paso más allá y enfrentar el sombrío futuro que nos espera si continuamos abrazando ideologías populistas y las soluciones mágicas que estas defienden.
Ciertamente, lo que ha ocurrido en el pasado no tiene por qué repetirse en el futuro -de hecho, las diferencias cualitativas a las que nos enfrentamos en un futuro próximo nos invitan a pensar que las fórmulas pasadas del escape seguirán siendo útiles en buena parte del planeta, especialmente en los países más pobres-, la perspectiva de los países ricos es muy diferente, y existen justificados miedos de que retornemos a niveles importantes de pobreza de no adaptar las políticas públicas a los nuevos desafíos a los que nos enfrentamos.
¿Por qué existe ese temor en los países ricos? Como vimos en el tercero de los artículos de esta serie, el debate sobre qué es ético se intensifica cuando se dan las condiciones materiales adecuadas, y esas condiciones son la superación de las necesidades básicas a nivel colectivo, tales como la alimentación, las infraestructuras básicas o la existencia de un sistema judicial y policial que funcione razonablemente bien.
Así que, una vez abierto el debate, y pese a que en la cultura occidental se haya mitificado insensatamente los beneficios de la deliberación pública, comienza el peligro. ¿Cuál es el rumbo que, como sociedad, queremos tomar? La pregunta es relevante porque las decisiones políticas pueden acercarnos o alejarnos de nuestros objetivos y, las políticas concretas que en cada caso pueden hacerlo, rara vez son de dominio público.
Por lo tanto, tenemos aquí una fuente de tensión: el debate sobre lo ético es normativo, pero el camino para acercarnos a nuestros objetivos es empírico. Y al ser el primero el debate al que el gran público es aficionado, pero no el segundo, las tensiones populares se concentran en posturas ideales. A su vez, el ideal se alejará tanto más cuanto se profundice en el mismo, y menos sostenibles serán las propuestas políticas pragmáticas.
En la era digital, en la que todo el mundo puede opinar y sumarse a los debates públicos con solo hacer un click de ratón, podemos observar esta inflación con facilidad: los propios límites de la "dialéctica de las redes" ha provocado la unión de esfuerzos entre radicales para intentar imponer su discurso, de ahí que el comunismo y el libertarismo más radical estén viviendo un nuevo auge.
Sin embargo, ninguna de las dos nos pueden ofrecer ejemplos de éxito reales (ni la URSS ni Somalia son ejemplo de nada) y por eso sus caminos llevan solo al desastre a todos los niveles, y aún así continúan manteniéndose en pie como dos boxeadores que se apoyan el uno en el otro para no caer a la lona por agotamiento. No tienen aire ni nada de valor -aparte del odio que las hace tomar fuerzas en momentos de crisis- que aportar, solo la excusa de mantenerse en pie para que el otro no gane.
Esta ha sido la gran derrota de dos de los grandes filósofos políticos del siglo XX frente a un politólogo que pudo ver más allá de las limitaciones propias del optimismo político injustificado de los años 90: Habermas y Rawls de un lado y Sartori del otro.
Rawls, en sus escritos posteriores a la Teoría de la Justicia, centró su pensamiento en ofrecer una formulación teórica que desde el liberalismo pudiera llevar a convivir a las personas por muy enfrentadas que, en teoría, pudieran llegar a estar sus posiciones de partida. Es decir, Rawls se pregunta -por ejemplificarlo- cómo podemos llegar a lograr que cristianos vivan con musulmanes - y comunistas con libertarios- sin que lleguen a destruirse mutuamente. Y cree encontrar una respuesta: todas las formulaciones políticas, las religiones y los demás puntos de fractura sociales convergen en algunos elementos, y los mismos pueden ser los puntos de partida del lenguaje en común que entre todos pueden tener. De ese modo, podríamos llegar a grandes acuerdos sobre la necesidad de respetar la vida, intentar vivir en mutua tolerancia o asistir a los más desfavorecidos por solo citar algunos de ellos, y esperar que actúen como palanca de Arquímedes en tantos otros que nos permitan llegar a un acuerdo de mínimos de convivencia.
Esta bienintencionada idea tiene demasiadas taras como para ser sostenible en el tiempo. De una parte, Rawls sigue obsesionado con la idea de que las personas quieren llegar a acuerdos que vinculen sus voluntades en contratos sociales casi sagrados, independientemente de su posición de fuerza previa al acuerdo. ¿Existe esa voluntad en Irán respecto a la comunidad homosexual? ¿Y respecto a los opositores a Putin en Rusia? Obviamente, no. Mientras existan actores que tengan la capacidad potencial de imponer su criterio -no digo que la impongan necesariamente. En muchos casos la amenaza de imponer el dominio es suficiente para fijar los límites de la negociación- hace que ese mínimo punto de acuerdo se considere ya intoxicado y se acepte solo como estrategia para ganar tiempo, y lanzarse a la lucha una vez que la batalla pueda ganarse. Es una paz que solo presagia una nueva tempestad.
De otra parte, fijar claramente los elementos comunes y dejar el resto a cada comunidad en particular obvia una realidad de facto: si no existen tendencias sociales de convergencia, las posiciones se alejarán cada vez más, hasta un punto en el que los compromisos de partida dejen de tener sentido. ¿Es esta, realmente, una buena estrategia? Fuera o no consciente de ello, Rawls estaba describiendo en realidad múltiples realidades políticas ya existentes, que van desde el constitucionalismo moderno hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Todos ellos son, al menos en su idea base -excluyo los desarrollos de la jurisprudencia y las mutaciones constitucionales que hayan tenido lugar después- , expresiones de liberalismo político que encajan perfectamente en la idea de Rawls y, por ello, no está haciendo otra cosa que ofrecernos una vieja idea bien justificada, pero que no lleva más que a repetir el ciclo si pudiéramos volver a recrear las condiciones que dieron lugar a esos acuerdos políticos. En suma, Rawls ha ofrecido una "justificación de" en lugar de una "solución a". Y esta fue la crítica que hizo Habermas a el pensamiento político rawlsiano.
Habermas entiende que es necesario poner el foco en la dinámica social. ¿Queremos una centrípeta o centrífuga? La centrífuga sabemos que nos lleva a posponer el conflicto si jugamos bien las cartas del liberalismo político propuesto por Rawls, pero la centrípeta es la realmente deseable para reducir las tensiones políticas. ¿Cómo se puede crear la misma? Resumiendo la idea de Habermas, gracias a la deliberación conjunta -que pese a limitar él su ámbito a las pequeñas asambleas, se ha demostrado igualmente errada- . Gracias a el debate y el intercambio de ideas.
Habermas cree que las democracias deben ser algo más que un simple marco de mutua tolerancia para ser, gracias a el nuevo ágora digital, el lugar de intercambio de ideas y acercamiento de las mismas. Es decir, el lugar donde el disenso se convierta en consenso o, como mínimo, en el lugar en el que creemos espacios de mutua convivencia.
Esto no es poco: bajo la teorización del valor de la información y de sus flujos (la acción comunicativa), Habermas logra conectar de algún modo con las tendencias mayoritarias de la opinión pública durante los 90 y el principio del nuevo milenio, en el que la bonanza económica creaba ya un marco de relajación de muchos conflictos sociales que, en realidad, da más razón a Rawls en esas circunstancias que a Habermas: como han mostrado, por ejemplo, los estudios del CIS en España, existe una correlación sólida entre crecimiento económico y desmovilización cívica, o lo que es lo mismo, menos compromiso político e interés por la política. Y a la inversa: cuando llegan momentos de crisis se activan dos fenómenos: movilización política y polarización.
Pese a que los defensores de Habermas han imputado a la solidez de la democracia deliberativa el que no hayan ascendido al poder radicales tales como Pablo Iglesias, Marine Le Pen o Bernie Sanders, el motivo de que esto no haya pasado se debe a otros factores: Iglesias no llegó al poder porque no se produjeron elecciones generales a finales del 2015 -donde pudo ganarlas según algunos sondeos-, Le Pen ha caído en la segunda vuelta de la elección presidencial francesa gracias a que su sistema electoral beneficia las coaliciones antirradicales sumando en el candidato rival los votos que habían sido dirigidos a los candidatos ya eliminados en la primera vuelta y, en el caso de Sanders, ha sido la existencia de candidatos que pudieran conquistar votantes en el centro -los de la izquierda más radical se entiende que votarán "contra" el candidato republicano en cualquier caso- lo que le ha impedido ser el candidato Demócrata a las presidenciales . Por lo tanto, no existe evidencia sólida que nos pueda llevar a pensar que la deliberación genera tendencias centrípetas.
La argumentación concreta que ha cuestionado el idealismo de ambos autores -y que se debe a distintas críticas de Sartori- nos conecta con el riesgo al que nos enfrentamos en las sociedades ricas: no tenemos muchas esperanzas de encontrar mecanismos que nos ayuden a relajar la tensión política, lo que explica la cada vez más pasional vida política.
¿Cuáles serán sus efectos esperados en el debate sobre la desigualdad? El problema de la ideologización del debate público es que, como diría Sartori, termina creando una "forma mentis", es decir, una forma de pensar a partir de la misma. Esta ventana hacia el mundo que es la ideología interpreta todo fenómeno social a partir de la misma, y si hay algo que no sea concebible dentro de su marco, en lugar de ampliarlo, prefiere mantener su discurso y aumentar la especulación sobre el problema, al menos hasta lograr encajarlo en sus categorías teóricas.
Este fenómeno ha sido descrito a nivel psicológico por Kahneman y Tverski como "ceguera inducida por la teoría"- hace poco un amigo, hablando en privado, mostró su convencimiento de que esto mismo es lo que les ocurre a los marxistas, y no puedo estar más de acuerdo con él- y puede explicar por qué deberíamos quitarnos todos las gafas de la ideología para observar el fenómeno en su verdadera dimensión, y hacer recomendaciones basadas en la evidencia científica y no en la política partidista.
Desgraciadamente, la polarización extrema que se está empezando a perfilar -ahora mismo tenemos en occidente una fuerte polarización, pero aún no es extrema- hace difícil creer que esta dinámica vaya a cambiar, al menos en el corto plazo: USA, España, Brasil, Francia, Italia, Reino Unido o Alemania son ejemplos del avance del discurso populista no solo a nivel de partidos, sino social.
¿Y qué nos dicen los discursos polares sobre la desigualdad? El que sostiene el Foro de Sao Paulo, y que de forma más o menos explícita están adoptando todos los partidos de extrema izquierda, es que debemos hacer transferencias incondicionadas a toda la población aunque eso sea inviable económicamente a medio plazo. La defensa de tal criterio no tiene en consideración las diferencias regionales ni de estructura productiva, ni tampoco el efecto llamada que puede resultar para países en desarrollo que necesitan del capital monetario y humano que sus clases medias -aquellas que tienen la posibilidad de emigrar rara vez son de clase baja- emplean al huir hacia países en mejores condiciones.
Es decir, las políticas de reducción de la desigualdad que proponen no tienen en consideración ninguna otra variable que no sea la ideológica. Y el fracaso está garantizado.
Pero desde el otro lado del espectro político tampoco tenemos mejores expectativas: los libertarios propugnan la liberalización y desregulación de todos los mercados -en el vídeo que está a pie de página podrá encontrar la reseña a el peligro que suponen estos mercados tomando como ejemplo el sanitario de la India, aunque podríamos haber tomado igualmente otros semejantes en África-, lo que es un simple disparate que casos como el de Somalia, del que tan orgullosos se sienten los libertarios, muestra muy bien.
EL TEMOR A LA ROBOTIZACIÓN Y AUTOMATIZACIÓN DE GRAN PARTE DEL TRABAJO ASALARIADO.
El otro gran enemigo que se presenta para continuar reduciendo la desigualdad -y, simultáneamente en este caso, también la pobreza- es el que lleva aparejado la conocida como Revolución industrial 4.0: la misma hace temer que pueda a llegar a ser innecesaria, según la estimación de la universidad de Oxford, el 50% del trabajo asalariado que conocemos hoy en día.
En principio, una destrucción de parte de la mano de obra necesaria no debe ser una amenaza si se crea a una tasa semejante -o mayor- en nuevos sectores de la economía. Pero si ese patrón funcionó muy bien en el paso de las sociedades industriales a las postindustriales -y que la amnesia selectiva de los libertarios les impide reconocer que la misma se produce gracias al desarrollo de los Estados del bienestar: es decir, la nueva mano de obra que superaba en necesidad a la anterior se debe, en muy buena medida, gracias al Estado. Sin Estados, el salto a las economías postindustriales hubiera sido absolutamente imposible- gracias a el aumento del peso de la actuación del Estado sobre la economía, el nuevo salto puede exigir una aún mayor acción del Estado.
Japón, de hecho, y anticipándose a esta nueva realidad, está intentando exportar el modelo que han dado en llamar "Sociedad 5.0" como la contraparte de esta Revolución, y supone aceptar que el Estado se tendrá que hacer cargo de atender a los que vayan a ser excluídos del sistema.
¿Por qué esto va a ser necesariamente malo? En primer lugar, ya hemos visto que la mayor parte de la reducción de la desigualdad se debe a la acción del mercado. Por ejemplo, en el caso de los países pobres, comienzan a reducir drásticamente la desigualdad cuando el Estado ha tendido las infraestructuras necesarias y reporta servicios básicos -como la sanidad- y va permitiendo que avancen las posibilidades de comercio dentro y fuera de sus fronteras. En segundo lugar, la corrupción generalizada que existe en las democracias hoy en día, y el declinar de valores tales como la honestidad y la imparcialidad en favor del clientelismo, hace difícil creer que poner tanto dinero en manos públicas no suponga de forma simultánea una tentación demasiado fuerte para los políticos. Por último, nada garantiza que la distribución de los mismos para satisfacer "necesidades" no responda a criterios de preferencia política posterior, de tal modo que sirva como herramienta electoral en el futuro.
Es decir, el aumento del tamaño del Estado, pese a haber sido visto en su día como algo inevitable por parte de Schumpeter, nos acerca demasiado al modelo de Estado totalitario de mediados del siglo XX y del que deberíamos sentir auténtica fobia.
Si bien hasta ahora hemos hablado del peligro de la desigualdad para los países que van a vivir la Revolución industrial 4.0, el panorama es mucho más alentador en los países en vías de desarrollo (porque su potencial de crecimiento es mayor al estar en situaciones de mayor atraso).
Si observamos la siguiente gráfica veremos que no ha sido en los países ricos donde se han vivido las mayores reducciones en los niveles de desigualdad, lo que nos da la señal de dónde se ha producido la misma.
Recordemos la ya archiconocida gráfica de índice de Gini mundial que hemos presentado en esta serie.
Si la desigualdad se mantiene estable, o incluso sube -como vemos en el caso de los Estados Unidos y Suecia- en los países ricos, es obvio que donde se está reduciendo es en los antaño pobres: y digo "antaño" porque los países que comienzan a reducir su desigualdad son aquellos que ya están en vías de ser ricos o de rentas moderadas, como es el caso hoy en día de China.
De hecho, el aumento de rentas esperado antes de la crisis del COVID-19 en China y la India - que entre ambos acumulan una población aproximada de 2.600.000.000 de personas. Es decir, algo más de una tercera parte de la población mundial- hacía esperar que ambos pudieran incluso acelerar esa convergencia.
Más desalentador resulta el panorama para el resto de los BRICS -Brasil, Rusia y Sudáfrica- comparativamente hablando, lo que contrasta con las esperanzas que los Nobel Deaton, Benarjee y Duflo depositan en África ante el éxito que está teniendo Ruanda y que, previsiblemente, viva también Kenia.
De hecho, y como reconoce Deaton, si bien los economistas del desarrollo ven pocas posibilidades de reducción de la desigualdad en los países ricos, las nuevas investigaciones sobre las causas de la pobreza hacen confiar que habrán muchos más Escapes - en la terminología deatoniana- y esperan que según el Estado racional weberiano vaya avanzando en los mismos -junto a las estructuras e instituciones propias de las mismas- vayan reduciendo también la desigualdad .
Sin embargo, también para los mismos hay riesgos: la resistencia burocrática de muchos dictadores, la corrupción de grandes ONG´s que desincentivan las donaciones a las locales -que son las que, como muestra la investigación de los autores citados, suele ser la más eficiente- y la concentración de fondos en programas absolutamente ideologizados y que atentan contra la evidencia recopilada para lograr reducciones de la desigualdad -como es ese gran disparate de la Agenda 2030- nos hacen mantener la esperanza, pero aceptando que el tren de la modernidad pueda llegar a descarriar de prevalecer la opinión de los demagogos a la de los especialistas.
Eduardo José Ramírez Allo.
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