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¿Cómo ha llegado la izquierda a ser tan penosa como lo es en la actualidad? (III)







    Jean Jacques Rousseau y el problema de la libertad.


     Sin lugar a ningún género de dudas, J.J. Rousseau ha sido uno de los ilustrados que más ha marcado el pensamiento político de las generaciones posteriores. Ya sea en un manual de Derecho político o de Historia de las ideas políticas, su pensamiento ocupa un lugar central pese a que, en sí mismo, contenga la receta necesaria para convencer a cualquiera de las bondades de dos tesis antagónicas: la de la defensa de la libertad individual por encima de todo y la de la aplicación del totalitarismo aplastando esas mismas libertades individuales.
     Pero, ¿cómo es posible defender ambas posiciones en un mismo texto y entender que una es consecuencia de la otra? Hagamos un muy breve repaso a la problemática de la libertad y la autoridad antes de él para poder seguir sus pasos.

     Locke y Hobbes. El estado de naturaleza.

     El dilema de cuánta autoridad y libertad es necesario tolerar para la ordenada convivencia entre seres humanos se remonta al inicio mismo de la Filosofía política, pero las posiciones previas más relevantes a Rousseau, y que llegan incluso hasta el día de hoy, son las que dibujaron Hobbes y Locke.
      Hobbes fue un firme defensor de permitir la existencia de poderes fuertes y absolutos por suponer estos los requisitos necesarios para la vida en sociedad y evitar la anarquía. A raíz de la traumática experiencia que supuso para él la Guerra civil inglesa, y la inestabilidad política que vino después, bien entendía que el hombre necesitaba de unos referentes fijos que le ayudaran a guiar su acción y a buscar el bien, pues él mismo no estaba capacitado para ello. Mas bien al contrario: en una de sus más hermosas frases, Hobbes describe la naturaleza del hombre como un lobo para los demás, es decir, “homo homini lupus” - o lo que es lo mismo, “ el hombre es el lobo del hombre”-.
     Según Hobbes, el hombre tiene una inclinación innata hacia la maldad, pues su instinto de supervivencia y su ansía por satisfacer sus bajos deseos egoístas dan muestra de una naturaleza torcida a la que, de no ponerse coto por medio de la coacción, bien pueden llevar a una guerra de todos contra todos que suponga la derrota de lo poco de bueno que podamos llevar en nosotros mismos. A estas inclinaciones que en el estado de naturaleza (es decir, del hombre antes de vivir en comunidades políticas) es proclive el hombre hay que oponerse no por mera virtud o voluntad, sino por la existencia de un poder político más fuerte que el individuo y que impida al fuerte (cuando se habla de fortaleza en este contexto no se hace referencia obligatoria a la fuerza física, sino a aquel – o aquellos- que por otros métodos – como la destreza en el uso de las armas- puedan imponer su voluntad a los más débiles) someter a los débiles. Este ente que se opondrá a esta vida cruel será un Leviathán, una especie de monstruo de apariencia humanoide que recoge un poco de cada uno de nosotros y, a la vez, no siendo ninguno de los mismos. Visto así, el Leviathán será más fuerte que los individuos y, a la vez, al ser parte de todos ellos, bien puede exigir obediencia a los mismos y someterlos a la paz.
     El poder absoluto del Leviathán no tiene por finalidad satisfacer al monarca, ni a un derecho divino ni nada por el estilo, sino a los ciudadanos: es su utilidad lo que lo justifica. El Leviathán debe garantizar el respeto a la propiedad y evitar la guerra y la anarquía. Es decir, se preocupa de garantizar un ambiente estable para que los hombres puedan tomar decisiones libres. Libres en un sentido subordinado, pues la anarquía solo puede suponer para Hobbes una efímera maximización de la libertad y esta, en realidad, solo se puede manifestar como real y práctica en un marco de estabilidad previo que logra el Leviathán.

     Locke, por contra, no comparte esa visión pesimista del hombre como un ser malvado por naturaleza, sino bondadoso en ese estado y predispuesto a acordar con los hombres la vida en comunidad. Por ello, la cuestión de la autoridad legítima se resuelve como aquella que los hombres se dan libremente para lograr la defensa de la propiedad (que existe en el estado de naturaleza) y, por eso, confía en un poder supremo representado por una asamblea legislativa por contraposición a la idea de soberanía unitaria de Hobbes.
     De este modo, si para Locke la autoridad tiene un carácter cuasi natural, para Hobbes es la de una comunidad artificial, por la que el hombre espera domar al lobo que lleva dentro.
     En suma, ambos toman una posición ante este dilema (para Locke los límites al poder se encuentran en aquellos derechos naturales que le son propios a los individuos, y es legítimo sublevarse ante aquella autoridad que desee pisotearlos) y mientras para Locke el espacio de la libertad es mayor que el de la autoridad dada la bondad innata del hombre, para Hobbes es todo lo contrario.


    ¿Qué trae de nuevo Rousseau a este debate?


     El debate se ceñía, por lo tanto, a saber dónde poníamos los límites y por qué. ¿Cuánta libertad? ¿Cuánta autoridad? Cada autor dibuja unos límites más allá o acá en base a la fe en que la naturaleza del hombre fuera más o menos bondadosa, pasando por alto en muchos casos que el mero hecho de hablar de la necesidad de una autoridad ya acepta implícitamente que el hombre ni es perfecto ni perfectamente racional, y puede tanto defender oscuros intereses de dominio sobre los demás como negarse a solucionar razonablemente las disputas con otros hombres.

     Pasando por encima de esta última consideración, Rousseau teoriza sobre la naturaleza humana y llega a sus propias conclusiones. Para él, el hombre es solo hombre si es absolutamente libre. ¿Qué quiere decir absolutamente para Rousseau? Pues su significado literal: el hombre que se encuentre mínimamente coaccionado por un tirano (o por el infortunio y la pobreza) ha dejado de ser un hombre, pues si un hombre se caracteriza por andar en busca del cumplimiento de los fines que él elige (y en dicha elección de fines se plasma su libertad) y alguien se lo impide, no puede ser libre.
     Tal vez le pueda parecer exagerado al lector el considerar que una limitación utilitaria de su libertad pueda ser considerada el equivalente a que ya no es libre, y seguramente lleva razón. No obstante, Rousseau entiende que este absoluto no graduable de ninguna manera es la única manera de respetar nuestra esencia humana.
     Pero, ¿qué pasaría si, en nombre de su libre voluntad, un hombre cabal decide venderse como esclavo a otro?¿ Podemos entender que su decisión es fruto de su libertad? Pese a que el pensamiento intuitivo nos lleve a decir que sí, Rousseau (haciendo gala del pensamiento deductivo seductor que siempre lo caracterizó) lo niega: la diferencia principal entre una bestia y un hombre está en que los hombres viven caracterizados por la comprensión de cierta realidad y la búsqueda de sus propios fines. Si alguien decide sacrificar aunque sea solo la segunda (pues la percepción de lo que es real seguirá siendo distinta) deja de ser un hombre y se convierte en algo muy diferente.
     En este punto de su pensamiento, y antes de ir más allá, hay que hacer notar que Rousseau da respuesta a uno de los dilemas a los que todos los liberales nos tenemos que enfrentar, y es la de cuestionar si nuestra libertad como individuos íntegros debe ser nuestra soberana incluso por encima de la libertad de pacto. Es decir, ¿debe nuestra naturaleza de hombres libres impedir que nos vendamos como esclavos? Si la respuesta es que el hombre bien puede venderse como esclavo, fue libre cuando se vendió, pero no lo será después, salvo que pueda retomar su libertad cuando quiera. En este caso no podemos reconocer que fuera un esclavo, sino que actuaba como un esclavo, que es cosa harto diferente. Pero, por contra, si no se puede vender como esclavo bien podemos entender que la libertad de pacto (pactas sunt servanda) como tal no puede vencer unos límites sin violar su propia esencia.
     La primera de las posturas será la que defienda la escuela anglosajona, que sostiene que son los términos prácticos (y no los teóricos) los que dan sentido pleno a la concepción de libertad, y no casos hipotéticos alejados de la realidad práctica; por contra, la segunda será examinada por los grandes racionalistas y buena parte de los ilustrados, e incluso fue adoptada por la izquierda en el siglo XIX.

     Pero no nos separemos de Rousseau: si lo que determina la libertad del hombre es la elección de fines, y todos los hombres estamos sometidos a la razón, bien podremos entender los fines ajenos. De hecho, si entendemos (como lo hacían los ilustrados) que la razón es única y el error múltiple, bien podemos tener proyectos en común que, gracias a la razón y a la libertad en cuyo nombre actuamos, nos permitan ascender desde nuestra libertad individual a un proyecto común con otros hombres que podemos llamar “sociedad”.
     Pese a que Rousseau nunca explicó por qué los hombres viven en sociedad, sí llegó a afirmar que tal vez sea por la desigualdad de talentos, lo que puede suponer que unos esclavicen a otros. Sin embargo, si el fuerte puede intentar someter a los débiles, bien pueden los débiles unirse para someter a los fuertes y, por lo tanto, es una tarea racional para todos actuar conjuntamente en nombre de la razón y el respeto de la libertad para garantizar la misma.
     Es obvio que esta definición de libertad anclada en dos pilares (fines y razón) matan dos relatos de la libertad: la del tirano como ser libre que en nombre de la misma da rienda suelta a sus deseos (por violar la razón, bien es la peor de las bestias) y la del hombre que pierde su libertad por vivir en sociedad (antes bien, con ello actúa en consonancia con su ideal absoluto de libertad).
     La razón (según Rousseau) lleva al hombre a elegir lo mejor para sí, y a evitar lo que no lo es. De tal modo, si un hombre elige lo que satisface su capricho pero no lo que sea mejor para sí mismo no está eligiendo libremente. Aquí entronca su pensamiento en parte con las teorías del estado de naturaleza, pues el “hombre natural” poseía una profunda sabiduría instintiva que le permitían conocer ese “bien para sí mismo” del que hemos hablado, pero que la vida en ciudad y la cultura (entendiendo esta en el sentido peyorativo que se dedica a la actividad de poetas,músicos y actores) han terminado distorsionando.
     De este modo, ha logrado nuestro autor tender un puente sutil desde una concepción individual de la libertad a otra colectiva, que él expresa con tanta elegancia como oscuridad en el siguiente párrafo...

     “Mientras varios hombres en la asamblea se consideren un solo cuerpo, tienen una sola voluntad... La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general”.

     … Y la voluntad general es...

     “...Algo que penetra en lo más íntimo del ser humano y concierne a su voluntad no menos que a sus acciones”.

     De este modo, los miembros de la asamblea representan no solo la voluntad (racional) de los mismos, sino las de todos los hombres por compartir una misma razón. Precisamente por ella las decisiones que se tomen en la misma serán igualmente buenas para todos y no lesivas para nadie, pero siempre (como no) que sean capaces de mantenerse atados a esa razón propia del hombre natural, sabio y bueno.
     Para serlo, y continuar siendo buenos, Rousseau defenderá llevar un modo de vida modesto que, accidental o incidentalmente, se corresponde con el ideal que llegará a los Estados Unidos y que se aleja de las ansías de avance y sofisticación propia de los ilustrados de la época (no es un accidente que Rousseau viviera enfrentado al resto de los mismos: desde Voltaire a Diderot, se enfrentó a todos).
     Sin embargo, no será la única “coincidencia” histórica que de su pensamiento se pueda inferir en el comportamiento de los hombres. Antes bien, su mito del hombre natural como superior en sabiduría a los grandes profesores universitarios lo sufrió en su propias carnes Heidegger. Al respecto, se cuenta que el profesor de Filosofía acudió a ver a un amigo tras ser nombrado rector de la universidad de Friburgo, y siguieron la siguiente ceremonia antes de cruzar una sola palabra: ambos se sentaron uno frente al otro, siendo el amigo de Heidegger el clásico agricultor germano (rubio y de ojos azules). Encendieron sus pipas y fumaron en silencio hasta que, de repente, se levanta este último y expresa un enérgico “no” antes de salir de la habitación.
     Este “no” fue una negativa a el apoyo que Heidegger había dado a el régimen nazi, y que sería rechazado por él de forma tajante sin la necesidad de un elaborado debate intelectual, su sabiduría lo hacía innecesario. Sabiduría que, por cierto, era alabada también por el Führer al afirmar que el buen e inocente alemán había sido engañado por los sagaces judíos... ¿ Va observando los paralelismos?
      Armados con esta bondad y sabiduría, no hay problemas en dejar en manos de la asamblea los asuntos de los hombres, que tomarán las mejores decisiones para todos.
     Supongo que nuestros inteligentes lectores se han dado cuenta ya de que la definición de libertad rousseaniana es la menos liberal de cuantas se han escrito: defiende la libertad individual como absoluto, pero solo para reconocerla como un concepto de libertad sometida a una camisa de fuerza, la de la razón y búsqueda de lo mejor para el individuo según el criterio moral de Rousseau.  Después de pasar por estos dos filtros tan extremos, bien podemos decir que de libertad no ha quedado nada. Tan solo ha quedado una vago halo de la misma.
     No obstante, sí que ha dejado algo absolutamente opuesto a la libertad en la conclusión de su deducción: si los miembros de la asamblea tienen un poder absoluto para hacer lo que sea la voluntad general, ¿qué impide que esa élite dibuje esa misma voluntad general en base a lo que ellos crean que es? Obviamente, el proceso de creación de la misma impide que dicha voluntad general satisfaga el deseo interesado de los miembros de la asamblea, pero sí podrá adecuarse a diferentes proyectos que parecen satisfacer esa visión de colectivo aunque, en la práctica, han supuesto las más terribles violaciones de la libertad individual que se hayan visto: el comunismo marxista de corte soviético y el nacionalsocialismo.
     Respecto a la primera, tengamos en cuenta que el proceso de creación de dicha voluntad sigue un desarrollo de arriba a abajo, por medio de una élite (la Intelligentsia) y, en la segunda, sigue el proceso opuesto (pues Hitler fue aupado al poder con el apoyo de las masas tras ganar unas elecciones democráticas). Por ende, el dejar un poder absoluto en manos de un grupo que se arrogue la capacidad de conocer lo mejor para los ciudadanos ha resultado ser una pésima idea en la práctica, allanada por la obra de un hombre que, según Isaiah Berlin y un servidor, se parece más a el trabajo de un maníaco con un impresionante poder de convicción que una obra realmente erudita.

     Para los fines de esta serie debemos subrayar el nefasto efecto que tendrá el pensamiento de Rousseau sobre las élites políticas, especialmente las de la izquierda marxista: esa idea de actuar en cada momento representando la voluntad general (o el interés general, que no es más que una forma un poco atenuada del mismo) como legitimador de cualquier medida que suponga la violación de la libertad de los individuos nos ha dejado los casos más terribles de genocidios de la historia y la más larga lista de tiranos que, por compartir un ideal, hayan actuado justificados por una misma excusa: hacer el bien (el mal, en realidad) a el pueblo.


     Eduardo José Ramírez Allo.

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