Jean
Jacques Rousseau y el problema de la libertad.
Sin
lugar a ningún género de dudas, J.J. Rousseau ha sido uno de los
ilustrados que más ha marcado el pensamiento político de las
generaciones posteriores. Ya sea en un manual de Derecho político o
de Historia de las ideas políticas, su pensamiento ocupa un lugar
central pese a que, en sí mismo, contenga la receta necesaria para
convencer a cualquiera de las bondades de dos tesis antagónicas: la
de la defensa de la libertad individual por encima de todo y la de la
aplicación del totalitarismo aplastando esas mismas libertades
individuales.
Pero,
¿cómo es posible defender ambas posiciones en un mismo texto y
entender que una es consecuencia de la otra? Hagamos un muy breve
repaso a la problemática de la libertad y la autoridad antes de él
para poder seguir sus pasos.
Locke
y Hobbes. El estado de naturaleza.
El
dilema de cuánta autoridad y libertad es necesario tolerar para la
ordenada convivencia entre seres humanos se remonta al inicio mismo
de la Filosofía política, pero las posiciones previas más
relevantes a Rousseau, y que llegan incluso hasta el día de hoy, son
las que dibujaron Hobbes y Locke.
Hobbes
fue un firme defensor de permitir la existencia de poderes fuertes y
absolutos por suponer estos los requisitos necesarios para la vida en
sociedad y evitar la anarquía. A raíz de la traumática experiencia
que supuso para él la Guerra civil inglesa, y la inestabilidad
política que vino después, bien entendía que el hombre necesitaba
de unos referentes fijos que le ayudaran a guiar su acción y a
buscar el bien, pues él mismo no estaba capacitado para ello. Mas
bien al contrario: en una de sus más hermosas frases, Hobbes
describe la naturaleza del hombre como un lobo para los demás, es
decir, “homo
homini lupus” - o
lo que es lo mismo,
“ el hombre es el lobo del hombre”-.
Según
Hobbes, el hombre tiene una inclinación innata hacia la maldad, pues
su instinto de supervivencia y su ansía por satisfacer sus bajos
deseos egoístas dan muestra de una naturaleza torcida a la que, de
no ponerse coto por medio de la coacción, bien pueden llevar a una
guerra de todos contra todos que suponga la derrota de lo poco de
bueno que podamos llevar en nosotros mismos. A estas inclinaciones
que en el estado de naturaleza (es decir, del hombre antes de vivir
en comunidades políticas) es proclive el hombre hay que oponerse no
por mera virtud o voluntad, sino por la existencia de un poder
político más fuerte que el individuo y que impida al fuerte (cuando
se habla de fortaleza en este contexto no se hace referencia
obligatoria a la fuerza física, sino a aquel – o aquellos- que por
otros métodos – como la destreza en el uso de las armas- puedan
imponer su voluntad a los más débiles) someter a los débiles. Este
ente que se opondrá a esta vida cruel será un Leviathán, una
especie de monstruo de apariencia humanoide que recoge un poco de
cada uno de nosotros y, a la vez, no siendo ninguno de los mismos.
Visto así, el Leviathán será más fuerte que los individuos y, a
la vez, al ser parte de todos ellos, bien puede exigir obediencia a
los mismos y someterlos a la paz.
El
poder absoluto del Leviathán no tiene por finalidad satisfacer al
monarca, ni a un derecho divino ni nada por el estilo, sino a los
ciudadanos: es su utilidad lo que lo justifica. El Leviathán debe
garantizar el respeto a la propiedad y evitar la guerra y la
anarquía. Es decir, se preocupa de garantizar un ambiente estable
para que los hombres puedan tomar decisiones libres. Libres en un
sentido subordinado, pues la anarquía solo puede suponer para Hobbes
una efímera maximización de la libertad y esta, en realidad, solo
se puede manifestar como real y práctica en un marco de estabilidad
previo que logra el Leviathán.
Locke,
por contra, no comparte esa visión pesimista del hombre como un ser
malvado por naturaleza, sino bondadoso en ese estado y predispuesto a
acordar con los hombres la vida en comunidad. Por ello, la cuestión
de la autoridad legítima se resuelve como aquella que los hombres se
dan libremente para lograr la defensa de la propiedad (que existe en
el estado de naturaleza) y, por eso, confía en un poder supremo
representado por una asamblea legislativa por contraposición a la
idea de soberanía unitaria de Hobbes.
De
este modo, si para Locke la autoridad tiene un carácter cuasi
natural, para Hobbes es la de una comunidad artificial, por la que el
hombre espera domar al lobo que lleva dentro.
En
suma, ambos toman una posición ante este dilema (para Locke los
límites al poder se encuentran en aquellos derechos naturales que le
son propios a los individuos, y es legítimo sublevarse ante aquella
autoridad que desee pisotearlos) y mientras para Locke el espacio de
la libertad es mayor que el de la autoridad dada la bondad innata del
hombre, para Hobbes es todo lo contrario.
¿Qué
trae de nuevo Rousseau a este debate?
El
debate se ceñía, por lo tanto, a saber dónde poníamos los límites
y por qué. ¿Cuánta libertad? ¿Cuánta autoridad? Cada autor
dibuja unos límites más allá o acá en base a la fe en que la
naturaleza del hombre fuera más o menos bondadosa, pasando por alto
en muchos casos que el mero hecho de hablar de la necesidad de una
autoridad ya acepta implícitamente que el hombre ni es perfecto ni
perfectamente racional, y puede tanto defender oscuros intereses de
dominio sobre los demás como negarse a solucionar razonablemente las
disputas con otros hombres.
Pasando
por encima de esta última consideración, Rousseau teoriza sobre la
naturaleza humana y llega a sus propias conclusiones. Para él, el
hombre es solo hombre si es absolutamente libre. ¿Qué quiere decir
absolutamente para Rousseau? Pues su significado literal: el hombre
que se encuentre mínimamente coaccionado por un tirano (o por el
infortunio y la pobreza) ha dejado de ser un hombre, pues si un
hombre se caracteriza por andar en busca del cumplimiento de los
fines que él elige (y en dicha elección de fines se plasma su
libertad) y alguien se lo impide, no puede ser libre.
Tal
vez le pueda parecer exagerado al lector el considerar que una
limitación utilitaria de su libertad pueda ser considerada el
equivalente a que ya no es libre, y seguramente lleva razón. No
obstante, Rousseau entiende que este absoluto no graduable de ninguna
manera es la única manera de respetar nuestra esencia humana.
Pero,
¿qué pasaría si, en nombre de su libre voluntad, un hombre cabal
decide venderse como esclavo a otro?¿ Podemos entender que su
decisión es fruto de su libertad? Pese a que el pensamiento
intuitivo nos lleve a decir que sí, Rousseau (haciendo gala del
pensamiento deductivo seductor que siempre lo caracterizó) lo niega:
la diferencia principal entre una bestia y un hombre está en que los
hombres viven caracterizados por la comprensión de cierta realidad y
la búsqueda de sus propios fines. Si alguien decide sacrificar
aunque sea solo la segunda (pues la percepción de lo que es real
seguirá siendo distinta) deja de ser un hombre y se convierte en
algo muy diferente.
En
este punto de su pensamiento, y antes de ir más allá, hay que hacer
notar que Rousseau da respuesta a uno de los dilemas a los que todos
los liberales nos tenemos que enfrentar, y es la de cuestionar si
nuestra libertad como individuos íntegros debe ser nuestra soberana
incluso por encima de la libertad de pacto. Es decir, ¿debe nuestra
naturaleza de hombres libres impedir que nos vendamos como esclavos?
Si la respuesta es que el hombre bien puede venderse como esclavo,
fue libre cuando se vendió, pero no lo será después, salvo que
pueda retomar su libertad cuando quiera. En este caso no podemos
reconocer que fuera un esclavo, sino que actuaba como un esclavo, que
es cosa harto diferente. Pero, por contra, si no se puede vender como
esclavo bien podemos entender que la libertad de pacto (pactas sunt
servanda) como tal no puede vencer unos límites sin violar su propia
esencia.
La
primera de las posturas será la que defienda la escuela anglosajona,
que sostiene que son los términos prácticos (y no los teóricos)
los que dan sentido pleno a la concepción de libertad, y no casos
hipotéticos alejados de la realidad práctica; por contra, la
segunda será examinada por los grandes racionalistas y buena parte
de los ilustrados, e incluso fue adoptada por la izquierda en el
siglo XIX.
Pero
no nos separemos de Rousseau: si lo que determina la libertad del
hombre es la elección de fines, y todos los hombres estamos
sometidos a la razón, bien podremos entender los fines ajenos. De
hecho, si entendemos (como lo hacían los ilustrados) que la razón
es única y el error múltiple, bien podemos tener proyectos en común
que, gracias a la razón y a la libertad en cuyo nombre actuamos, nos
permitan ascender desde nuestra libertad individual a un proyecto
común con otros hombres que podemos llamar “sociedad”.
Pese
a que Rousseau nunca explicó por qué los hombres viven en sociedad,
sí llegó a afirmar que tal vez sea por la desigualdad de talentos,
lo que puede suponer que unos esclavicen a otros. Sin embargo, si el
fuerte puede intentar someter a los débiles, bien pueden los débiles
unirse para someter a los fuertes y, por lo tanto, es una tarea
racional para todos actuar conjuntamente en nombre de la razón y el
respeto de la libertad para garantizar la misma.
Es
obvio que esta definición de libertad anclada en dos pilares (fines
y razón) matan dos relatos de la libertad: la del tirano como ser
libre que en nombre de la misma da rienda suelta a sus deseos (por
violar la razón, bien es la peor de las bestias) y la del hombre que
pierde su libertad por vivir en sociedad (antes bien, con ello actúa
en consonancia con su ideal absoluto de libertad).
La
razón (según Rousseau) lleva al hombre a elegir lo mejor para sí,
y a evitar lo que no lo es. De tal modo, si un hombre elige lo que
satisface su capricho pero no lo que sea mejor para sí mismo no está
eligiendo libremente. Aquí entronca su pensamiento en parte con las
teorías del estado de naturaleza, pues el “hombre natural”
poseía una profunda sabiduría instintiva que le permitían conocer
ese “bien para sí mismo” del que hemos hablado, pero que la vida
en ciudad y la cultura (entendiendo esta en el sentido peyorativo que
se dedica a la actividad de poetas,músicos y actores) han terminado
distorsionando.
De
este modo, ha logrado nuestro autor tender un puente sutil desde una
concepción individual de la libertad a otra colectiva, que él
expresa con tanta elegancia como oscuridad en el siguiente párrafo...
“Mientras
varios hombres en la asamblea se consideren un solo cuerpo, tienen
una sola voluntad... La voluntad constante de todos los miembros del
Estado es la voluntad general”.
…
Y la voluntad general es...
“...Algo
que penetra en lo más íntimo del ser humano y concierne a su
voluntad no menos que a sus acciones”.
De
este modo, los miembros de la asamblea representan no solo la
voluntad (racional) de los mismos, sino las de todos los hombres por
compartir una misma razón. Precisamente por ella las decisiones que
se tomen en la misma serán igualmente buenas para todos y no lesivas
para nadie, pero siempre (como no) que sean capaces de mantenerse
atados a esa razón propia del hombre natural, sabio y bueno.
Para
serlo, y continuar siendo buenos, Rousseau defenderá llevar un modo
de vida modesto que, accidental o incidentalmente, se corresponde con
el ideal que llegará a los Estados Unidos y que se aleja de las
ansías de avance y sofisticación propia de los ilustrados de la
época (no es un accidente que Rousseau viviera enfrentado al resto
de los mismos: desde Voltaire a Diderot, se enfrentó a todos).
Sin
embargo, no será la única “coincidencia” histórica que de su
pensamiento se pueda inferir en el comportamiento de los hombres.
Antes bien, su mito del hombre natural como superior en sabiduría a
los grandes profesores universitarios lo sufrió en su propias carnes
Heidegger. Al respecto, se cuenta que el profesor de Filosofía
acudió a ver a un amigo tras ser nombrado rector de la universidad
de Friburgo, y siguieron la siguiente ceremonia antes de cruzar una
sola palabra: ambos se sentaron uno frente al otro, siendo el amigo
de Heidegger el clásico agricultor germano (rubio y de ojos azules).
Encendieron sus pipas y fumaron en silencio hasta que, de repente,
se levanta este último y expresa un enérgico “no” antes de
salir de la habitación.
Este
“no” fue una negativa a el apoyo que Heidegger había dado a el
régimen nazi, y que sería rechazado por él de forma tajante sin la
necesidad de un elaborado debate intelectual, su sabiduría lo hacía
innecesario. Sabiduría que, por cierto, era alabada también por el
Führer al afirmar que el buen e inocente alemán había sido
engañado por los sagaces judíos... ¿ Va observando los
paralelismos?
Armados con esta bondad y sabiduría, no hay problemas en dejar en
manos de la asamblea los asuntos de los hombres, que tomarán las
mejores decisiones para todos.
Supongo
que nuestros inteligentes lectores se han dado cuenta ya de que la
definición de libertad rousseaniana es la menos liberal de cuantas
se han escrito: defiende la libertad individual como absoluto, pero
solo para reconocerla como un concepto de libertad sometida a una
camisa de fuerza, la de la razón y búsqueda de lo mejor para el
individuo según el criterio moral de Rousseau. Después de pasar por
estos dos filtros tan extremos, bien podemos decir que de libertad no
ha quedado nada. Tan solo ha quedado una vago halo de la misma.
No
obstante, sí que ha dejado algo absolutamente opuesto a la libertad
en la conclusión de su deducción: si los miembros de la asamblea
tienen un poder absoluto para hacer lo que sea la voluntad general,
¿qué impide que esa élite dibuje esa misma voluntad general en
base a lo que ellos crean que es? Obviamente, el proceso de creación
de la misma impide que dicha voluntad general satisfaga el deseo
interesado de los miembros de la asamblea, pero sí podrá adecuarse
a diferentes proyectos que parecen satisfacer esa visión de
colectivo aunque, en la práctica, han supuesto las más terribles
violaciones de la libertad individual que se hayan visto: el
comunismo marxista de corte soviético y el nacionalsocialismo.
Respecto
a la primera, tengamos en cuenta que el proceso de creación de dicha
voluntad sigue un desarrollo de arriba a abajo, por medio de una
élite (la Intelligentsia) y, en la segunda, sigue el proceso opuesto
(pues Hitler fue aupado al poder con el apoyo de las masas tras ganar
unas elecciones democráticas). Por ende, el dejar un poder absoluto
en manos de un grupo que se arrogue la capacidad de conocer lo mejor
para los ciudadanos ha resultado ser una pésima idea en la práctica,
allanada por la obra de un hombre que, según Isaiah Berlin y un
servidor, se parece más a el trabajo de un maníaco con un
impresionante poder de convicción que una obra realmente erudita.
Para
los fines de esta serie debemos subrayar el nefasto efecto que tendrá
el pensamiento de Rousseau sobre las élites políticas,
especialmente las de la izquierda marxista: esa idea de actuar en
cada momento representando la voluntad general (o el interés
general, que no es más que una forma un poco atenuada del mismo)
como legitimador de cualquier medida que suponga la violación de la
libertad de los individuos nos ha dejado los casos más terribles de
genocidios de la historia y la más larga lista de tiranos que, por
compartir un ideal, hayan actuado justificados por una misma excusa:
hacer el bien (el mal, en realidad) a el pueblo.
Eduardo José Ramírez Allo.
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