Los
orígenes de la izquierda contemporánea.
Hasta
ahora hemos visto algunos de los mitos de los que una parte de la
izquierda ha intentado apropiarse (cristianismo y humanismo) y sus
causas intelectuales profundas y los vicios que de los mismos va a
adolecer hasta el día hoy (utopismo y negación del valor de la
libertad individual).
En
el último artículo pudimos observar que el pensamiento político de
Rousseau allanaba el camino hacia la destrucción de los derechos
individuales en favor de una visión colectivista del interés común,
y solo faltaba llevar esto a la práctica en la esfera política para
que una idea disparatada se tornara en realidad e impidiera que el
proceso de acumulación (e innovación) de conocimientos que habían
tenido lugar desde la Ilustración, con el cuestionamiento por parte
de liberales (como Adam Smith y Locke) de las monarquías absolutas,
arrojaran en la Europa continental el mismo resultado que en los
Estados Unidos y el Reino Unido.
En
este artículo veremos, por lo tanto, la cristalización de los
ideales de izquierda en un fuerte movimiento político que tendrá
determinantes consecuencias en nuestra vida.
La
Revolución francesa y la Revolución americana.
La
Revolución francesa ha sido uno de los eventos históricos más
relevantes, a nivel político, de la historia de la humanidad.
Hasta
la culminación de la misma, y bajo los auspicios de unas monarquías
absolutas que habían impedido cualquier tipo de avance en las
sociedades que se encontraban sometidas a su soberanía, la
persecución de cualquier conato de divergencia política o
ideológica con el régimen se había castigado y reprimido sin
muchos miramientos.
El
juicio a Galileo y la Inquisición son muestras claras de las pocas
ganas que existían de dar cabida a otras formas de pensar, incluso
pese a estar fundamentadas racionalmente.
Sin
embargo, la aparición de los ilustrados comienza a cuestionar
(dentro de los límites que cada uno encontró) dicho orden y se
empieza a formar una idea global de cuál es la naturaleza del poder
político y cuáles son sus fundamentos. La difusión de tales ideas
(en forma de panfletos o, en círculos más reducidos, de libros
selectos) van llegando a los individuos que, poco a poco, van
cuestionando las bases de legitimidad de las monarquías dominantes.
De
este modo, cuando la Revolución americana ve la luz, se puede
observar que el fundamento de la misma es la pregunta de hasta qué
punto puede intervenir un monarca en materia impositiva de forma
legítima, y a partir de qué punto dejaría atrás la legitimidad
para convertirse en mera tiranía. Obviamente, los Padres Fundadores
de los Estados Unidos no llegaron a preguntarse sobre tales
cuestiones de forma espontánea: ellos eran los herederos de toda una
tradición de pensamiento que conocemos como Ilustración y que
informó la acción de estos hombres sobresalientes.
No
obstante, la Ilustración tuvo dos desarrollos bien diferenciados a
nivel geográfico: si bien el pensamiento político de Rousseau marca
la Europa continental, en el Reino Unido serán las ideas de los
liberales los que marquen su deriva, y este aparente pequeño matiz
tendrá consecuencias gigantescas.
La
Revolución francesa es también hija de la misma secuencia
histórica, pero su desarrollo particular (y las muy diferentes
condiciones de partida) arrojaron un resultado muy distinto a la
Revolución americana. De este modo, si bien los colonos
norteamericanos empiezan una campaña militar para librarse de un
yugo que estaba al otro lado del Atlántico, los franceses tenían
que enfrentarse a una monarquía y todos los elementos de control que
la misma ejercía en sus dominios.
De
tal modo que si los colonos norteamericanos destacaban por sus
semejanzas (muchos habían llegado a esas tierras huyendo de las
guerras de religión o por las ansías de un futuro mejor. Es decir,
partían de una posición que les hacía sentirse como iguales) , y
la demanda era de mayor libertad y no de igualdad, los famosos
Estados sociales franceses ( Primer, Segundo y Tercer Estado. Estos
aluden a la aristocracia, el clero y el cajón de sastre de aquellos
que no pertenecen a ninguno de los dos primeros, que fue el Tercer
Estado) y la virtual imposibilidad de pasar de unos a otros nos
ofrecen una imagen de una sociedad desigual sin esperanza de cambios,
viéndose aquellos que pertenecieran al Tercer Estado siempre
sometidos a los privilegios de los otros dos. No es de extrañar a la
luz de esto que los principales revolucionarios partieran de dicho
Estado, ni de que lo hicieran con la ira y las ganas de revancha como
elemento motivador
La
izquierda toma su nombre del lugar que ocuparon en la Asamblea
Nacional aquellos que querían una ruptura total con la Monarquía y
el paso a un Estado republicano, que eran dos de las demandas de los
jacobinos. La derecha, ocupada por los girondinos, deseaba un cambio
de régimen mucho más limitado que la izquierda y no deseaba una
ruptura radical y dramática con la Corona. Esta posición más
conservadora da cuenta de por qué los partidos conservadores suelen
ser calificados como de derechas.
Por
último,los que ocupaban el centro de la Asamblea eran conocidos como
La Montaña, y eran aquellos que oscilaban en sus posiciones y podían
pactar tanto con la izquierda como con la derecha.
De
este modo, el espectro por la izquierda lo dominan los jacobinos
revolucionarios y rupturistas (con Robespierra al frente de los
mismos), que defendían las principales proclamas de
Rousseau:soberanía popular, democracia asamblearia y dominio de
voluntad general sobre cualquier concepción de defensa del propio
interés.
Dos
de estos revolucionarios destacados fueron Robespierre y Saint-Just.
Los manuales de Historia nos detallan con toda la claridad y detalle
hasta qué punto no tuvieron miramientos a la hora de usar el terror
(de hecho, se suele conocer a estos momentos de uso prolijo de la
persecución y la guillotina como el Terror, con mayúsculas) y
cualquier herramienta que fuera útil para aplastar a los poderes
antiguamente establecidos. Sin embargo, toda acción se agota en
algún momento, y cuando la venganza fue satisfecha comenzó el
problema estrictamente político posterior: tomar las decisiones
sobre cómo articular la nueva vida de los franceses, es decir, les
tocaba gobernar.
Los
revolucionarios, con una tendencia muy humana, habían prometido a
las clases más depauperadas (que eran mayoría en la Francia de la
época) un futuro idílico de abundancia de alimentos y tierras, de
trabajo sin duro esfuerzo y, en resumidas cuentas, de un paraíso en
la Tierra (¿observa cómo el utopismo como meta puede llegar a aceptar que para llegar a los fines se pueda usar cualquier medio?). Sobra decir que
ninguna promesa política que no expresa el cómo o por qué se llega
a tal situación merece mucho crédito, pero la sociedad siguió a
estos “ visionarios” amparados en un doble sentimiento en común:
eran parte de los suyos (aunque el Tercer Estado era un grupo
heterogéneo que daba cabida desde campesinos a burgueses – como lo
era el mismo Robespierre- existía un sentimiento de semejanza en
común que, al socaire de la ya tan cacareada rabia de los mismos,
les hizo olvidar interesadamente que las diferencias de intereses
eran muy diferentes entre sus miembros) y estaban enfurecidos. Pero
ahora que tocaba gobernar y esta mímesis se veía rota (pues el
Viejo Régimen había caído y los diferentes Estados con él), era
obvio que gobernantes y gobernados no eran ya iguales. Así, mientras
que los gobernantes debían tomar decisiones constructivas, los
demás, que aún no estaban satisfechos de sangre y que seguían
enfadados porque el paraíso prometido no había llegado ni estaba
cercano, comenzaron a dirigir su ira contra los nuevos gobernantes.
Este
odio fue especialmente visible en los campesinos que, viviendo en
condiciones subhumanas, veían como el esfuerzo que hacían para
mantener la producción que les permitiera vivir y pagar los altos
tributos que exigía la Corona, ahora debían multiplicarlo por los
exigidos por los antiguos revolucionarios que tenían que hacer la
guerra contra las monarquías que juraron venganza por la
decapitación de el monarca y su consorte (especialmente el Imperio
Austro-Húngaro, por ser la cuna de María Antonieta). No obstante,
este esfuerzo se fue generalizando a todos los productores franceses,
y su malestar fue creciendo según fueron encontrando a individuos
dispuestos a exaltar aún más los ánimos.
Uno
de ellos fue Jacques Roux, conocido como el “ cura rojo”, que
alimentaba con su retórica a estos enragés ( término francés que
significa, literalmente, rabiosos) contra el gobierno del burgués Robespierre (note como se empiezan a apuntar ya a las diferencias en lugar de a
las semejanzas) .
Pero
antes de prestar atención a qué exigían los enragés analicemos
con un poco más de detenimiento el pensamiento político de los
revolucionarios franceses, pues, ¿ acaso existe alguien de
izquierdas que no se reconozca a sí mismo como a un revolucionario?
En
el pensamiento de Robespierre y Saint-Just queda patente que creen
que ha llegado el momento de dejar de creer que la Providencia vaya a
actuar para castigar a los ricos y sacar de la indigencia a los
pobres. Antes bien, creen que es una obligación de los hombres hacer
la revolución, pero no cualquier revolución: se busca imponer una
visión moral y racional de la vida pública que sea una extensión
de las deseables virtudes privadas, siendo estas, en palabras de
Saint-Just, las de un hombre “ inflexible, razonable y sensible a
la vez […] un hombre revolucionario es un héroe de buen sentido y
de probidad”.
Queda
patente que para llegar a tales cualidades no se puede partir de
cero: en una sociedad educada en ideas religiosas se hace difícil
pensar que un hombre virtuoso pueda nacer, exclusivamente, del mero
uso de la razón y de la acción revolucionaria. Tal vez por estos
motivos los revolucionarios pensaron que sería deseable mantener un
sistema de creencias religioso, pero eliminando a la Iglesia Católica
de la ecuación y manipulando el mensaje de la Biblia a su antojo.
Crean, por lo tanto, una religión de corte civil que no rinde culto
al Dios bíblico, sino al Ser Supremo, representante máximo de las
virtudes descritas por Saint-Just.
No
será esta la única influencia que Rousseau ejerció sobre ellos. La
misma se hizo extensible en materias como la concepción de la
soberanía (la voluntad general se materializa por medio del Gobierno
de Comités, pues la democracia representativa es rechazada
radicalmente) , que es una y no se delega, o en temas tales como la
educación.
En
el aspecto económico observamos una ausencia casi total de
preocupación por sus problemas: Roberpierre, como buen jurista, se
preocupa de fijar los derechos de los hombres, no en cómo
satisfacerlos. Esta ausencia de cualquier principio de realidad
podría dar cuenta de cuál es el tipo de Francia que él quería
ver: una de pequeños propietarios ( ninguno de los dos desea atacar
la propiedad obtenida de manera justa) y hombres virtuosos, semejante
a el mito que de Esparta ha llegado incluso hasta nuestros días
(mito pues, como tendremos ocasión de afrontar en un futuro
artículo, Aristóteles cuestionó el relato que dibujó Plutarco
sobre la virtuosa sociedad espartana).
Estas
concepciones políticas dejaron a Robespierre en tierra de nadie (no
satisface a la burguesía, deseosa de menores impuestos y más
libertad para ejercer el incipiente comercio. Menos aún a los
sans-culotte, que no habían llegado tan lejos para obtener tan poco
de una revolución), y no es de extrañar que de los restos de los
jacobinos aparezcan nuevos discursos revolucionarios que tomen el
testigo de futuras utopías, pero teniendo como enemigos a la viejos
revolucionarios en lugar de a la Corona.
Al
respecto, y como ya habíamos dicho, los enragés ya habían entrado
en escena y buscaban algo muy sencillo: la muerte de aquellos que
acaparaban las riquezas, bajo la creencia de que no es posible ser
iguales o libres si unos pocos hombres pueden matar de hambre a los
demás. Por lo tanto, de poco les sirven los derechos y libertades
que los juristas puedan promulgar en una constitución: los derechos
y libertades formales no son más que meras estafas a la razón, pues
solo los derechos reales -efectivos- tienen razón de ser, y para que
tengan ese estatus deben estar cubiertas de forma previa las
necesidades humanas.
Estas
denuncias de los enragés suenan muy actuales incluso hoy en día:
son las mismas que defienden desde la izquierda a día de hoy y
adolecen del mismo fundamento desde entonces: si el rico lo es por
méritos y el pobre por negligencia, ¿ debe el primero hacerse cargo
de satisfacer las necesidades básicas del segundo por imperativo
moral o legal? Parece obvio que esta pregunta no tenía cabida
entonces (difícilmente se puede mantener que un señor feudal
disfruta de sus privilegios por méritos propios, salvo que
entendamos que someter a espada a los demás de forma abusiva es algo
meritorio) , pero según va mejorando la vida de las clases
trabajadoras en el siglo XX (aquel que ha visto el auge y caída de
las ideas socialistas), ha llevado a muchos críticos a cuestionar si
las demandas de entonces están justificadas en momentos posteriores.
Y es que, gustando o no, y siendo o no mérito exclusivo del
liberalismo, es un hecho irrefutable el que nos encontramos en el
momento de mayor movilidad social de tendencia ascendente de la
historia, lo que explica que los privilegios de partida (lo opuesto
al mérito) tienen mucho menos peso que en el pasado.
En
cualquier caso, las ideas de los enragés, que no tuvieron éxito
suficiente como para condicionar la vida política francesa del
momento (era más urgente impedir la invasión de las potencias
europeas del Este), pero serán las que alimenten el pensamiento político
de Babeuf, al que se considera acertadamente como el padre del
comunismo contemporáneo, y al que tendremos el placer de prestar
atención (junto a los socialistas utópicos) en el siguiente
artículo de esta serie.
Eduardo José Ramírez Allo.
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