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¿ Cómo ha llegado la izquierda a ser tan penosa como lo es en la actualidad? (IV)


     Los orígenes de la izquierda contemporánea.

    Hasta ahora hemos visto algunos de los mitos de los que una parte de la izquierda ha intentado apropiarse (cristianismo y humanismo) y sus causas intelectuales profundas y los vicios que de los mismos va a adolecer hasta el día hoy (utopismo y negación del valor de la libertad individual).
     En el último artículo pudimos observar que el pensamiento político de Rousseau allanaba el camino hacia la destrucción de los derechos individuales en favor de una visión colectivista del interés común, y solo faltaba llevar esto a la práctica en la esfera política para que una idea disparatada se tornara en realidad e impidiera que el proceso de acumulación (e innovación) de conocimientos que habían tenido lugar desde la Ilustración, con el cuestionamiento por parte de liberales (como Adam Smith y Locke) de las monarquías absolutas, arrojaran en la Europa continental el mismo resultado que en los Estados Unidos y el Reino Unido.
     En este artículo veremos, por lo tanto, la cristalización de los ideales de izquierda en un fuerte movimiento político que tendrá determinantes consecuencias en nuestra vida.


     La Revolución francesa y la Revolución americana.


     La Revolución francesa ha sido uno de los eventos históricos más relevantes, a nivel político, de la historia de la humanidad.
     Hasta la culminación de la misma, y bajo los auspicios de unas monarquías absolutas que habían impedido cualquier tipo de avance en las sociedades que se encontraban sometidas a su soberanía, la persecución de cualquier conato de divergencia política o ideológica con el régimen se había castigado y reprimido sin muchos miramientos.
     El juicio a Galileo y la Inquisición son muestras claras de las pocas ganas que existían de dar cabida a otras formas de pensar, incluso pese a estar fundamentadas racionalmente.
Sin embargo, la aparición de los ilustrados comienza a cuestionar (dentro de los límites que cada uno encontró) dicho orden y se empieza a formar una idea global de cuál es la naturaleza del poder político y cuáles son sus fundamentos. La difusión de tales ideas (en forma de panfletos o, en círculos más reducidos, de libros selectos) van llegando a los individuos que, poco a poco, van cuestionando las bases de legitimidad de las monarquías dominantes.
     De este modo, cuando la Revolución americana ve la luz, se puede observar que el fundamento de la misma es la pregunta de hasta qué punto puede intervenir un monarca en materia impositiva de forma legítima, y a partir de qué punto dejaría atrás la legitimidad para convertirse en mera tiranía. Obviamente, los Padres Fundadores de los Estados Unidos no llegaron a preguntarse sobre tales cuestiones de forma espontánea: ellos eran los herederos de toda una tradición de pensamiento que conocemos como Ilustración y que informó la acción de estos hombres sobresalientes.
     No obstante, la Ilustración tuvo dos desarrollos bien diferenciados a nivel geográfico: si bien el pensamiento político de Rousseau marca la Europa continental, en el Reino Unido serán las ideas de los liberales los que marquen su deriva, y este aparente pequeño matiz tendrá consecuencias gigantescas.

     La Revolución francesa es también hija de la misma secuencia histórica, pero su desarrollo particular (y las muy diferentes condiciones de partida) arrojaron un resultado muy distinto a la Revolución americana. De este modo, si bien los colonos norteamericanos empiezan una campaña militar para librarse de un yugo que estaba al otro lado del Atlántico, los franceses tenían que enfrentarse a una monarquía y todos los elementos de control que la misma ejercía en sus dominios.
     De tal modo que si los colonos norteamericanos destacaban por sus semejanzas (muchos habían llegado a esas tierras huyendo de las guerras de religión o por las ansías de un futuro mejor. Es decir, partían de una posición que les hacía sentirse como iguales) , y la demanda era de mayor libertad y no de igualdad, los famosos Estados sociales franceses ( Primer, Segundo y Tercer Estado. Estos aluden a la aristocracia, el clero y el cajón de sastre de aquellos que no pertenecen a ninguno de los dos primeros, que fue el Tercer Estado) y la virtual imposibilidad de pasar de unos a otros nos ofrecen una imagen de una sociedad desigual sin esperanza de cambios, viéndose aquellos que pertenecieran al Tercer Estado siempre sometidos a los privilegios de los otros dos. No es de extrañar a la luz de esto que los principales revolucionarios partieran de dicho Estado, ni de que lo hicieran con la ira y las ganas de revancha como elemento motivador

     La izquierda toma su nombre del lugar que ocuparon en la Asamblea Nacional aquellos que querían una ruptura total con la Monarquía y el paso a un Estado republicano, que eran dos de las demandas de los jacobinos. La derecha, ocupada por los girondinos, deseaba un cambio de régimen mucho más limitado que la izquierda y no deseaba una ruptura radical y dramática con la Corona. Esta posición más conservadora da cuenta de por qué los partidos conservadores suelen ser calificados como de derechas.
     Por último,los que ocupaban el centro de la Asamblea eran conocidos como La Montaña, y eran aquellos que oscilaban en sus posiciones y podían pactar tanto con la izquierda como con la derecha.
     De este modo, el espectro por la izquierda lo dominan los jacobinos revolucionarios y rupturistas (con Robespierra al frente de los mismos), que defendían las principales proclamas de Rousseau:soberanía popular, democracia asamblearia y dominio de voluntad general sobre cualquier concepción de defensa del propio interés.



     Dos de estos revolucionarios destacados fueron Robespierre y Saint-Just. Los manuales de Historia nos detallan con toda la claridad y detalle hasta qué punto no tuvieron miramientos a la hora de usar el terror (de hecho, se suele conocer a estos momentos de uso prolijo de la persecución y la guillotina como el Terror, con mayúsculas) y cualquier herramienta que fuera útil para aplastar a los poderes antiguamente establecidos. Sin embargo, toda acción se agota en algún momento, y cuando la venganza fue satisfecha comenzó el problema estrictamente político posterior: tomar las decisiones sobre cómo articular la nueva vida de los franceses, es decir, les tocaba gobernar.
     Los revolucionarios, con una tendencia muy humana, habían prometido a las clases más depauperadas (que eran mayoría en la Francia de la época) un futuro idílico de abundancia de alimentos y tierras, de trabajo sin duro esfuerzo y, en resumidas cuentas, de un paraíso en la Tierra (¿observa cómo el utopismo como meta puede llegar a aceptar que para llegar a los fines se pueda usar cualquier medio?). Sobra decir que ninguna promesa política que no expresa el cómo o por qué se llega a tal situación merece mucho crédito, pero la sociedad siguió a estos “ visionarios” amparados en un doble sentimiento en común: eran parte de los suyos (aunque el Tercer Estado era un grupo heterogéneo que daba cabida desde campesinos a burgueses – como lo era el mismo Robespierre- existía un sentimiento de semejanza en común que, al socaire de la ya tan cacareada rabia de los mismos, les hizo olvidar interesadamente que las diferencias de intereses eran muy diferentes entre sus miembros) y estaban enfurecidos. Pero ahora que tocaba gobernar y esta mímesis se veía rota (pues el Viejo Régimen había caído y los diferentes Estados con él), era obvio que gobernantes y gobernados no eran ya iguales. Así, mientras que los gobernantes debían tomar decisiones constructivas, los demás, que aún no estaban satisfechos de sangre y que seguían enfadados porque el paraíso prometido no había llegado ni estaba cercano, comenzaron a dirigir su ira contra los nuevos gobernantes.

     Este odio fue especialmente visible en los campesinos que, viviendo en condiciones subhumanas, veían como el esfuerzo que hacían para mantener la producción que les permitiera vivir y pagar los altos tributos que exigía la Corona, ahora debían multiplicarlo por los exigidos por los antiguos revolucionarios que tenían que hacer la guerra contra las monarquías que juraron venganza por la decapitación de el monarca y su consorte (especialmente el Imperio Austro-Húngaro, por ser la cuna de María Antonieta). No obstante, este esfuerzo se fue generalizando a todos los productores franceses, y su malestar fue creciendo según fueron encontrando a individuos dispuestos a exaltar aún más los ánimos.
     Uno de ellos fue Jacques Roux, conocido como el “ cura rojo”, que alimentaba con su retórica a estos enragés ( término francés que significa, literalmente, rabiosos) contra el gobierno del burgués Robespierre (note como se empiezan a apuntar ya a las diferencias en lugar de a las semejanzas) .
     Pero antes de prestar atención a qué exigían los enragés analicemos con un poco más de detenimiento el pensamiento político de los revolucionarios franceses, pues, ¿ acaso existe alguien de izquierdas que no se reconozca a sí mismo como a un revolucionario?

     En el pensamiento de Robespierre y Saint-Just queda patente que creen que ha llegado el momento de dejar de creer que la Providencia vaya a actuar para castigar a los ricos y sacar de la indigencia a los pobres. Antes bien, creen que es una obligación de los hombres hacer la revolución, pero no cualquier revolución: se busca imponer una visión moral y racional de la vida pública que sea una extensión de las deseables virtudes privadas, siendo estas, en palabras de Saint-Just, las de un hombre “ inflexible, razonable y sensible a la vez […] un hombre revolucionario es un héroe de buen sentido y de probidad”.
     Queda patente que para llegar a tales cualidades no se puede partir de cero: en una sociedad educada en ideas religiosas se hace difícil pensar que un hombre virtuoso pueda nacer, exclusivamente, del mero uso de la razón y de la acción revolucionaria. Tal vez por estos motivos los revolucionarios pensaron que sería deseable mantener un sistema de creencias religioso, pero eliminando a la Iglesia Católica de la ecuación y manipulando el mensaje de la Biblia a su antojo. Crean, por lo tanto, una religión de corte civil que no rinde culto al Dios bíblico, sino al Ser Supremo, representante máximo de las virtudes descritas por Saint-Just.
     No será esta la única influencia que Rousseau ejerció sobre ellos. La misma se hizo extensible en materias como la concepción de la soberanía (la voluntad general se materializa por medio del Gobierno de Comités, pues la democracia representativa es rechazada radicalmente) , que es una y no se delega, o en temas tales como la educación.
En el aspecto económico observamos una ausencia casi total de preocupación por sus problemas: Roberpierre, como buen jurista, se preocupa de fijar los derechos de los hombres, no en cómo satisfacerlos. Esta ausencia de cualquier principio de realidad podría dar cuenta de cuál es el tipo de Francia que él quería ver: una de pequeños propietarios ( ninguno de los dos desea atacar la propiedad obtenida de manera justa) y hombres virtuosos, semejante a el mito que de Esparta ha llegado incluso hasta nuestros días (mito pues, como tendremos ocasión de afrontar en un futuro artículo, Aristóteles cuestionó el relato que dibujó Plutarco sobre la virtuosa sociedad espartana).
     Estas concepciones políticas dejaron a Robespierre en tierra de nadie (no satisface a la burguesía, deseosa de menores impuestos y más libertad para ejercer el incipiente comercio. Menos aún a los sans-culotte, que no habían llegado tan lejos para obtener tan poco de una revolución), y no es de extrañar que de los restos de los jacobinos aparezcan nuevos discursos revolucionarios que tomen el testigo de futuras utopías, pero teniendo como enemigos a la viejos revolucionarios en lugar de a la Corona.
     Al respecto, y como ya habíamos dicho, los enragés ya habían entrado en escena y buscaban algo muy sencillo: la muerte de aquellos que acaparaban las riquezas, bajo la creencia de que no es posible ser iguales o libres si unos pocos hombres pueden matar de hambre a los demás. Por lo tanto, de poco les sirven los derechos y libertades que los juristas puedan promulgar en una constitución: los derechos y libertades formales no son más que meras estafas a la razón, pues solo los derechos reales -efectivos- tienen razón de ser, y para que tengan ese estatus deben estar cubiertas de forma previa las necesidades humanas.
     Estas denuncias de los enragés suenan muy actuales incluso hoy en día: son las mismas que defienden desde la izquierda a día de hoy y adolecen del mismo fundamento desde entonces: si el rico lo es por méritos y el pobre por negligencia, ¿ debe el primero hacerse cargo de satisfacer las necesidades básicas del segundo por imperativo moral o legal? Parece obvio que esta pregunta no tenía cabida entonces (difícilmente se puede mantener que un señor feudal disfruta de sus privilegios por méritos propios, salvo que entendamos que someter a espada a los demás de forma abusiva es algo meritorio) , pero según va mejorando la vida de las clases trabajadoras en el siglo XX (aquel que ha visto el auge y caída de las ideas socialistas), ha llevado a muchos críticos a cuestionar si las demandas de entonces están justificadas en momentos posteriores. Y es que, gustando o no, y siendo o no mérito exclusivo del liberalismo, es un hecho irrefutable el que nos encontramos en el momento de mayor movilidad social de tendencia ascendente de la historia, lo que explica que los privilegios de partida (lo opuesto al mérito) tienen mucho menos peso que en el pasado.
     En cualquier caso, las ideas de los enragés, que no tuvieron éxito suficiente como para condicionar la vida política francesa del momento (era más urgente impedir la invasión de las potencias europeas del Este), pero serán las que alimenten el pensamiento político de Babeuf, al que se considera acertadamente como el padre del comunismo contemporáneo, y al que tendremos el placer de prestar atención (junto a los socialistas utópicos) en el siguiente artículo de esta serie.


     Eduardo José Ramírez Allo.

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